domingo, 8 de febrero de 2009

LIBRE COMO LA CALANDRIA


LA CALANDRIA

La “reina de los ojos negros”, como decía el poeta Luis Franco
(http://www.editorialsarquis.com.ar/cata_cultura_franco.htm) y "soy libre como la calandria" son calificativos que representan el ser y el sentir de nuestro gaucho y de esta hermosa ave.
En el folclore argentino, la Calandria aparece como símbolo de libertad por ser un pájaro que no tolera el cautiverio, dejando de emitir sus trinos y muriendo, si se encuentra enjaulado. La fuerte estima del gaucho de la zona pampeana por este animal de gran independencia personal, ha quedado plasmada en distintos dichos tradicionales: "libre o muerto, como la calandria", " calandria y gaucho dejarlos libres" y " calandria y gallina jamás unidas".
Esta ave es también asociada con el amor y, como es lógico tratándose de una especie tan cantora, con la alegría y la música. Incluso, es una gran imitadora del canto de otras aves recibiendo el mote de “Burladoras” en otros países.
La calandria parece "saber" mucho respecto del clima. Se dice que, si saltan en distintas direcciones cantando, anuncian cambios de tiempo o lluvias o que, si sacuden las alas, habrá viento. En algunas partes del oeste sostienen que, cuando durante el invierno imitan el canto de las aves, están llamando al viento zonda y, en el noroeste, se dice que en general su canto en esa época del año atrae el frío. Esto parte de la observación del hombre de campo y de su comunión con esta hermosa ave que, aquí, lo podemos tomar como un estudio antropológico.
El comportamiento de la calandria también significa otros presagios: si canta cerca de la cocina, avisa visitas o si lo hace en el patio, avisa que habrá novedades. En general, su canto es buen augurio según el saber popular.
El canto de la calandria es una facultad que se destaca más en los machos, aunque las hembras también lo hacen en algunos casos muy melodiosamente, según algunos estudios.
Es un ave de hábitos diurnos. Durante las horas nocturnas, la actividad de las calandrias mengua y busca albergue para dormir en árboles y arbustos de follaje espeso, agrupándose en parejas o, según observaciones, en grupos familiares.
Las calandrias comunes, al menos en la región pampeana y el centro de la República Argentina, no son aves migratorias. Estudios realizados sobre ejemplares adultos anillados no permitieron detectar ninguna migración. Las calandrias invernan en los territorios que utilizan durante la temporada de nidificación.
El cortejo en esta especie se parece al de otras aves del mismo género. Cuando comienza la época de reproducción, los machos sin pareja pueden cantar durante la mayor parte del día, a fin de atraer a las hembras. Cuando una de ellas se les acerca, es característico que ejecuten un “vuelo o danza nupcial” volando y planeando lentamente, con las alas en posición oblicua y la cola bien abierta mientras cantan. A veces, se elevan y descienden sobre un lugar para posarse con la misma actitud.
La calandria prefiere anidar en arbustos pequeños y aislados. En general establecen el nido en una horqueta muy alta. El nido tiene forma de tasa. Para construirlo, ambos miembros de la pareja emplean ramas de todo tipo, muchas veces con espinas,y pasto que van entrelazando desordenadamente. El interior es más prolijo; está recubierto con pajitas crines y, a veces, lana.
Los insectos (grillos, langostas, chinches de agua, etc.), sus larvas y las lombrices componen la dieta básica de la calandria. Sus principales depredadores son otras aves y los ofidios. Como consumidores de insectos, las calandrias realizan un control de población de los mismos, colaborando en el equilibrio ecológico. A su vez, sus propias poblaciones son reguladas por los mencionados depredadores y por el parasitismo del tordo renegrido que, al destruir buena parte de los huevos para asegurar la permanencia de los suyos, limita el número de ejemplares de calandria nacidos en cada puesta.
Con respecto a las leyendas, podemos citar de nuestro folclore dos de distintas regiones:
La primera, con un contenido más dramático, tiene lugar en Santiago del Estero. Se dice que, en un bosque a orillas del río Salado, vivía en un tiempo, una mujer con su hija. Las dos eran muy felices hasta que la niña enfermó y murió. La madre, trastornada por la pena, se internó en el monte y no se supo más de ella. Al poco tiempo se oyó un canto de pájaro: la madre de la niña se había transformado en calandria.
La segunda, más romántica, pertenece al Noroeste argentino. Se dice que Kereminka (la calandria) había sido originalmente una mujer muy hermosa y provocativa de la que todos los hombres se enamoraban; pero que ella los desdeñaba cruelmente. Muchos se habían suicidado por su amor no correspondido y el viento cordillerano llevaba hasta la mujer las voces de las almas en pena, que reclamaban su presencia. Ella sin preocuparse, cantaba burlona con su melodiosa voz. Un hombre se empeñó en ser amado por Kereminka y, en un primer momento, pareció lograrlo, pero pronto ella comenzó a abandonarlo y a coquetear con otros. Despechado, el hombre se llenó de rencor y, mediante la invocación de poderes mágicos, hizo que la mujer se transformara en un pájaro (la calandria); que guardara de su anterior condición humana la belleza de su canto, pero que ya no pudiese perturbar más a los hombres jugando con su corazón y sus suplicantes sentimientos.









lunes, 2 de febrero de 2009

BICHO LINDO EL BENTEVEO




El benteveo común pertenece a la familia Tiránidos, orden Paseriformes. Se clasifica como 'Pitangus sulphuratus'. Tanto el macho como la hembra son similares.
Mide entre 22 cm 25 cm de longitud. Su cabeza es grande, con listas blancas y negras y el píleo amarillo. El dorso, las alas y la cola son pardos, el vientre y el pecho, amarillos. Sus patas son de color negro al igual que su pico, el que es muy robusto.
Se alimenta sobre todo de insectos , aunque puede comer también peces, reptiles y frutas.
Es frecuente observar que se lo encuentra en lagunas, bañados y ríos, también en huertas, parques, jardines y praderas, cerca de los ríos. Pero en ocasiones se lo puede hallar en lugares muy secos. Anida en los árboles . Su reclamo es muy potente y llamativo; es gritón y bullanguero.
Construyen sus nidos en árboles o arbustos, hechos de pajas, hilos, lana, palitos, etc. y en la entrada más bien alta, ponen materiales suaves, como plumas, en forma algo desordenada. Nidifican de agosto a marzo.
Ponen hasta cinco huevos de color blanquecino, con manchitas rojo negruzco.
Es buen padre y a sus pichones puede llegar a darles de comer insectos, gusanos, langostas, peces, renacuajos, granos o lombrices.
Manso, tranquilo, incapaz de comenzar peleas con otros pájaros, es bravo cuando pelea defendiendo a sus pichones.
Se distribuye en todo el país desde Chubut hacia el norte.
Hay otra raza del benteveo, llamada Pitangus sulphuratus bolivianus que también se distribuye en todo el país al norte de Chubut, pero con excepción de la meseta misionera.
¿Qué mito acompaña al benteveo?
Cuenta la leyenda que cuando Akitá y Mondorí se casaron, ocuparon una cabaña construida con varios horcones clavados en la tierra y cubiertos con ramas y con hojas de palmera. La nueva oga mí estaba en plena selva misionera. Cerca, el gran Paraná pasaba impetuoso formando pequeños saltos en las piedras que encontraba al paso. Al morir la madre de Akitá, su padre, que quedara solo, les pidió albergue en su cabaña y, como buenos hijos, recibieron con cariño al pobre tuyá a quien la edad y las enfermedades habían restado energías y capacidad para trabajar. A pesar de ello él trataba de no ser una carga para sus hijos, a los que ayudaba en lo que le era posible. Para entonces ya había nacido Sagua-á, que al presente contaba ocho años. Una de las tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de la cabaña. Grandes compañeros eran el abuelo y el nieto. Jugando, aquél le enseñaba a manejar el arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar a la costa del río. Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles el surubí, el pirayú, el pacú o el patí que habían conseguido y que muchas veces ya se estaba asando en un asador de madera dura. Otras veces, era una vasija repleta de miel de lechiguana que lograran en el bosque no sin grandes esfuerzos. Para el pobre tuyá no había más deseos que los de su nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad era complacerlo. Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tirano que no admitía peros ni réplicas a sus exigencias. Sólo en presencia de sus padres que, compadecidos de la incapacidad del abuelo, restringían sus pretensiones, Sagua-á se reprimía. A medida que el tiempo transcurría, las fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces frutos o miel silvestre. Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en anzuelos para su nieto. Sagua-á correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo, que nada decía por no contrariar al niño ni privarlo de sus diversiones. Cuando los padres regresaban, encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su trabajo en el algodonal. El anciano, por su parte, jamás había dicho una palabra que pudiera delatar al cuminí, ni intranquilizar a sus hijos. Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al llegar Akitá y su tembirecó Mondorí a la cabaña, hallaron al abuelo que no había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara. Sus piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra persona. Indignado Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo preguntas al abuelo; pero éste, pensando siempre en el nieto con benevolencia y cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio disculpas que justificaron su alejamiento. Cuando Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus padres, Akitá lo reprendió duramente, enrostrándole su mal proceder, su falta de piedad y de agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que no había hecho otra cosa que complacerlo siempre. Sagua-á nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira contenida. En su interior no daba la razón a su padre sino que, por el contrario, juzgaba injusto su proceder. ¿Por qué él, sano y fuerte, que podía correr por el bosque, trepar a los árboles, recoger frutos y miel silvestre, o llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse allí, quieto, junto a una persona inmóvil? ¿Acaso al abuelo, cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones? ¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo? Y en último caso, si no podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte, nada podía remediar quedándose también. El tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que si bien no exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su expresión airada que en ningún momento trató de disimular. Desde entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a trabajar. El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas y de hojas de palma. Era necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de moverse por su voluntad. Ese día muy temprano, cuando las estrellas aun brillaban en el cielo, Akitá salió a trabajar. Su tembirecó iría algo más tarde pues era imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo. Cuando despuntaba la aurora, Mondorí consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente. El niño se despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de sus manos. Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre: -¡Qué quieres! ¿No puedes dejarme dormir? -No seas egoísta, Sagua-á. Tu abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo debemos trabajar y tú tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo enfermo. -¿Por qué tengo que atenderlo? -insistió iracundo-. ¡Yo había decidido ir al río a pescar y por culpa de él debo quedarme acá como si estuviera prisionero! ¡Ya he preparado la igá y yo iré a pescar! ¡El abuelo no necesita nada! -¡No seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar cuando hayamos vuelto tu padre y yo! -¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me quedaré! ¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez! -concluyó amenazante el desesperado Sagua-á. Triste se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo. Mientras iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que albergaba entonces su corazón... Con su manecita tierna acariciaba a los animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era capaz de dar lo que él estaba comiendo... Y no olvidaba el día cuando, entre dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que le entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado un tesoro... ¡Cómo había cambiado su hijo! ¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma! ¿Cuál sería la causa de este cambio? Temió la madre por él. Tupá, el Dios que premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos. ¿Qué tendría reservado para Sagua-á? Dominada por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón, donde su marido ya estaba trabajando desde tan temprano, y lamentó que la inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedarse junto al abuelo enfermo. No tenía confianza en que Sagua-á le prestara la atención necesaria. Mientras tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste presentimiento se cumplía. Sagua-á obedeció a su madre: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al río como él deseaba. Del pobre abuelo ni se acordó siquiera. En cierto momento oyó que lo llamaba con voz débil y entrecortada: -¡Sagua-á...! ¡Sa... gua...á...! Malhumorado el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación de mala gana respondió: -¿Qué quieres? ¡Ya voy! Pero ni se movió. El anciano, mientras tanto, se debatía en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos. Sagua-á oyó que lo volvía a llamar: -¡Ven... Sa...gua...á...! ¡Ven... por... favor...! Acudió por fin el niño de mala gana. Cuando estuvo junto al inimbé donde yacía el enfermo, airado volvió a preguntar: -¿Qué quieres? -¡Alcánzame un poco de agua...! -¿Tu vida se apaga? ¿Se apaga como un cachimbo? -y continuó riendo divertido por la gracia que le habían hecho sus propias palabras. -Sí... mi vida se apaga... como un pito güé... Alcánzame un poco de agua... Hazme ese favor... Pero el desalmado, sólo pensaba en reír y repetía sin cesar: -Pito güé... Pito güé... El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró. Al mismo tiempo el niño, que asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían hecho tanta gracia: -Pito güé... Pito güé... Nada le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él. Su cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando: -Pito güé... Pito güé... Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no cesaba de repetir: -Pito güé... Pito güé... Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y su mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran los encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido. Cuando Akitá y Mondoví volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé. En el momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente, saliendo de la habitación por la abertura de la puerta. Una vez en el exterior, parado en una rama del jacarandá que crecía junto a la cabaña, no dejaba de gritar con tono lastimero: -Pi...to güé... Pi...to güé... Pi...to güé... Este, decían los guaraníes, había sido el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban pito güé, imitando su grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.